Por Raúl Hermosillo Carmona
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del populismo. Cuando un populista gana una elección lo primero que hace es ver la manera de permanecer en el poder para siempre. Para eso fue diseñado este método o fórmula de gobierno: para perpetuarse en el poder. Desde mediados del siglo pasado, es la fórmula que han utilizado cientos de líderes carismáticos para gobernar eternamente en sus países.
Para no ir más lejos, durante este siglo la han aplicado “exitosamente” esta fórmula para imponer autoritarismos populistas: Chávez y ahora Maduro en Venezuela; Evo Morales en Bolivia, Orban en Hungría, Erdogan en Turquía y Modi en la India. Trump también la aplicó, sin tanto éxito, aunque ahí viene de regreso. También tienen gobiernos de corte populista Brasil, Reino Unido, Polonia, Argentina y, próximamente, Colombia.
Aquí en México también estamos padeciendo un gobierno populista. Desde el primer día de su gobierno ¾incluso antes de tomar posesión¾ el presidente López Obrador ha dedicado toda su energía y toda su atención a una sola cosa y a un solo objetivo: pavimentar el camino para perpetuarse en el poder, ya sea reeligiéndose o mediante un Maximato. ¿Qué ha hecho para lograrlo? Ha seguido los tres pasos básicos de la fórmula que han aplicado los otros líderes populistas:
Primero, concentrar el poder mediante el debilitamiento de las instituciones democráticas; segundo, dividir y polarizar a la población a partir de la construcción del “enemigo” del pueblo; y tercero, consolidar una alianza estratégica con los factores reales de poder, específicamente monopolios empresariales, sindicales y sectores con poder de fuego, a partir de un nuevo pacto de complicidad-impunidad.
Todos conocemos bien su obsesión por desaparecer los organismos autónomos y su patológica animadversión hacia el INE, el Tribunal Federal Electoral y el Banco de México. Sabemos de su obsesión por dedicar horas y horas en las mañaneras, a criticar y señalar a empresarios, periodistas, intelectuales, artistas y científicos y, en general, a las clases medias “privilegiados” y “aspiracionistas”, como los enemigos del pueblo. Y tenemos clara su empeño en desmantelar los programas anteriores de política social, para entregar él directamente dinero a sus clientelas.
Todos sabemos de su nueva alianza con los sindicatos petroleros, electricistas y maestros, así como con los empresarios monopólicos que integran el consejo asesor empresarial. Estas élites encontraron en la 4T la única vía para revertir las reformas aprobadas en 2013.
Y, por supuesto, todos sabemos de su alianza estratégica con los sectores que cuentan con poder de fuego, es decir, con los militares y con el crimen organizado. El presidente se ha dedicado a empoderar económica y políticamente, a las fuerzas armadas como ningún otro mandatario lo había hecho, así como a pactar con los grupos delincuenciales una tregua a cambio de apoyo electoral.
Una primera pregunta obligada es: con el nuevo gobierno populista ¿ha habido un cambio para bien en estos casi 4 años? Todo indica que no. Corrupción, inseguridad, deterioro del sector salud y educación, economía, pobreza, inflación: nada ha mejorado sustancialmente. Al contrario.
Tampoco ha habido un cambio de régimen económico. Sigue siendo prácticamente el mismo de antes. Una suerte de capitalismo de cuates, con una inclinación hacia el control monopólico del Estado en el sector energético que no ha sido exitosa. La única diferencia es que ahora nadie quiere invertir en México, por miedo a que le cambien las reglas del juego.
El régimen político también sigue siendo el mismo. Básicamente, estamos ante las mismas mafias partidistas de siempre. Morena es el nuevo PRI, donde cabe lo que sea. Solo que ahora, a diferencia del viejo PRI, el que está al frente quiere perpetuarse en el poder imponiendo un régimen autoritario de corte populista, en beneficio de estas élites y de su grupo.
La siguiente pregunta obligada es: ¿entonces, este viraje populista es bueno para el país? Yo creo que cada ciudadano debe hacer un ejercicio de honestidad y voltear a ver cómo les ha ido a los otros países que están viviendo este tipo de experiencia populista.
Todos los populismos al principio reparten dinero y la gente cree que es el paraíso y le agradecen al líder. Pero luego, cuando ya nadie quiere invertir y cuando ya no hay empleos, el dinero se acaba. Y cuando la cosa empieza a apretar, viene el caos y la anarquía. Por eso casi siempre los populismos derivan en dictaduras. Y ya para entonces, es demasiado tarde. Se acaba la libertad de expresión, cierran los periódicos y noticieros críticos, comienzan los apagones de luz, no hay internet ni redes sociales. Comienzan los encarcelamientos de líderes opositores y críticos. Y el poco bienestar que queda, es para las élites aliadas y la familia del tirano.
Yo creo que nadie en su sano juicio quiere eso para México. Por eso, estoy convencido de que en este momento histórico de nuestra joven democracia —apenas tenemos 20 años de democracia—la disyuntiva no es si tal o cual partido, o si tal o cual ideología. La disyuntiva tampoco es entre liberales y conservadores, o entre chairos y fifís, o entre izquierda y derecha.
La verdadera disyuntiva es entre democracia o autoritarismo. Entre un régimen democrático constitucional o un autoritarismo de corte populista. Y la historia demuestra que la democracia siempre es la mejor opción. El otro camino solo nos arrastrará al abismo autoritario peor que con el PRI, y a una anarquía social en la que nada podrá florecer. @DiarioReporter