Por Raúl Hermosillo C.
Hace unos días el presidente nos salió con que va a ir a la ONU a hablar de México como ¡ejemplo de lucha contra la corrupción!
Obviamente, no es coincidencia que haya decidido “de repente” ir a hablar de este tema a la máxima tribuna de la humanidad. Dos hechos motivaron esta “ocurrencia”: el primero, el affaire Lozoya, al que se le vio cenando plácidamente en un restaurante de lujo; y, el segundo, el anuncio de que México retrocedió 18 lugares en el índice de corrupción del World Justice Project.
Estos dos acontecimientos desestabilizaron el principal estandarte y sostén de este gobierno y de la 4T, es decir, el discurso contra la corrupción, al grado tal que se hizo necesario un profundo control de daños, lo cual incluye acudir al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a pesar de tratarse de un foro pensado para abordar otro tipo de asuntos, concretamente los relativos a la resolución de conflictos bélicos y las amenazas a la paz.
Pero al presidente no le importa ir a hacer el oso ni que México aparezca como un país bananero ante los ojos del mundo. Lo que realmente le importa es reparar el daño interno ocasionado por Lozoya y por los datos del reporte internacional, según el cual, México pasó del lugar 117 en 2019, al lugar 135 en 2021, ¡de 139 países analizados! Estamos solo por debajo de Uganda, Camerún, Camboya y el Congo.
El informe da cuenta de tres formas de corrupción: sobornos, influencias indebidas por intereses públicos o privados, así como la apropiación indebida de fondos públicos u otros recursos. Concretamente, analiza la corrupción en el Poder Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Policía y Ejército. Incluso en el balance global del Estado de Derecho, el reporte indica que México cayó nueve lugares en un año, quedando apenas arriba de Honduras, Bolivia, Nicaragua y Venezuela.
El hecho de que la herramienta más completa y confiable a nivel internacional para medir la situación del Estado de Derecho y la corrupción en el mundo, nos haya mandado literalmente a la cola en materia de corrupción, justo cuando Lozoya se pasea impunemente por la CDMX, es un golpe mortal a la línea de flotación del discurso populista del presidente.
Nuevamente retemblaron en sus centros la tierra casos como los de Pío, Martinazo, Irma Eréndira, Abdala-Bartlett, Sherer, Guadiana, Arganis. Nuevamente salieron a relucir las adjudicaciones directas de obra pública, a pesar de que en el plan nacional de desarrollo el Peje se comprometió a prohibirla. Nuevamente surgió el ebate sobre la actuación de la fiscalía, supuestamente autónoma, puesta al servicio del presidente, al más viejo estilo del PRI. Y, por supuesto, de nueva cuenta surgió el tema del pacto de impunidad con Peña, vía Lozoya.
No hay manera de justificar estas decisiones. Por lo que la única forma de mantener a flote la credibilidad de su discurso demagógico fue descalificando los datos del organismo internacional y montando un mega teatro exprés en la ONU.
Para entender cómo opera este tipo de “control de daños”, es necesario adentrarnos en la mente del chairo promedio y en algunas características del fanatismo ideológico. A reserva de hacerlo con calma en otras entregas, digamos simplemente que, la lógica para mantener aceitada a la chairocracia, es la siguiente:
Primero, el presidente hace como que va a dar una cátedra a los líderes mundiales de cómo acabar con la corrupción, aunque todo el mundo sepa que México está en los primeros lugares de corrupción a nivel global.
Segundo, al presidente no le importa hacer el ridículo, ni dejarnos en ridículo a todos, con tal de que los noticieros nacionales de radio y televisión “informen” que el “mesías tropical” fue a “explicar” cómo le hizo para acabar con la corrupción en México.
Tercero, esas imágenes extasían a la chairiza. “Qué orgullo, ser ejemplo mundial”, “cómo crees que va a ir a decir mentiras a la ONU”, “lo de Lozoya fue a propósito, porque ahora sí va por Peña y Calderón, vas a ver”.
Cuarto, el chairo logra autoengañarse, aunque en el fondo sepa que esa “realidad” de la que habla el presidente no existe, pero que es a la que aspira. Para el chairo cegado por el fanatismo, nunca podrá ser posible pensar que este gobierno resultó ser más corrupto que el de peñanieto, porque en el mundo de la 4T un acto fuera de la ley no clasifica como corrupción, sino como acciones “legítimas” para lograr la transformación de México.
Quinto, al final en la mente del chairo termina por imponerse la ideología, la creencia y la fe, por encima de la realidad. Algo muy similar a cuando de niños nos negábamos a aceptar la inexistencia de Santa o los Reyes Magos. Es un mecanismo de defensa con el que justificamos nuestras creencias religiosas o la fe en nuestro equipo de fut.
La chamba de este presidente no es gobernar ni sentar bases sólidas para la prosperidad y el progreso. Su chamba es operar políticamente su discurso demagógico, creando una “realidad” completamente alternativa a la real. No se nos olvide que, de acuerdo con la consultora SPIN, en las mañaneras Obrador ha dicho cerca de 70 mil mentiras en lo que va de su administración, un promedio de casi 90 diarias. Muchos dirán: “todos los políticos mienten”. Cierto; pero hay que admitir que el que tenemos aquí es un “bullshit artist”.
La esencia mesiánica de su liderazgo y su vena populista hacen de la mentira la herramienta fundamental en la construcción de su narrativa y de su legitimidad. Y a eso se dedica todo el tiempo porque la prioridad es el 2024, no el futuro del país. Bueno, pues a eso va a la ONU, a mentir. @DiarioReport