Por Raúl Hermosillo
Ahora que se han dado a conocer las últimas encuestas serias, hay un fenómeno muy interesante que vale la pena comentar. Los sondeos revelan que, si bien es cierto que la popularidad del presidente ha aumentado y en promedio se ubica alrededor de 60%, también es cierto que, en promedio, la evaluación de los resultados de su gobierno es cada vez más negativa. En otras palabras, a pesar de los malos resultados, 6 de cada 10 siguen apoyando al presidente.
¿Cómo es esto posible? Se supone que debería haber una correlación entre resultados y popularidad. Que a mejores resultados se observara una mayor aprobación y viceversa. Pero no. Al parecer, por lo menos en el caso de México, esto no es así. Poco más de la mitad de la gente “siente” o tiene el “impulso” emocional de aprobar al presidente, aunque, al mismo tiempo, reconozca que los resultados del gobierno son malos.
Hay varias explicaciones a este fenómeno, aunque, desde mi punto de vista, una de las más solidas es la que propone el analista Luis Espino en su libro, El Poder del Discurso Populista. Según el autor, lo que explica en buena parte el “apoyo” a López Obrador, a pesar de los malos resultados, tiene que ver con el hecho de que el presidente no es visto como un político más, sino como un líder providencial que cumple con la misión superior de reivindicar a un pueblo victimizado y resentido, que ha sufrido décadas de abuso por parte de las élites privilegiadas.
El deseo de un cambio y ese resentimiento, generan una simpatía cómplice, más que con el proyecto de nación de López Obrador, con su “proyecto” reivindicador sustentado en el odio hacia las élites. De esta forma, mientras 6 de cada 10 crean que López Obrador sigue odiando a quienes ellos odian, seguirán aprobando su gestión.
Por eso el presidente está condenado a mantenerse en campaña electoral permanente y usar un discurso demagógico y polarizante. Por eso no le queda de otra más que gobernar para sus fieles y, por eso, tiene que dedicar tres horas diarias a enviarles mensajes narrativos y propagandísticos que les recuerden que sigue en “guerra permanente” con las élites voraces y aspiracionistas, que son las causantes de todos los males.
La única manera de que esos 6 de cada 10 sigan solapando su ineptitud y abuso de poder, es que sigan creyendo que López Obrador está concentrado en enfrentar al “enemigo común”, encarnado en los conservadores y neoliberales. Que sigan diciendo: ¿cómo le vamos a exigir cuentas a alguien que, al igual que Hidalgo, Juárez o Madero, está luchando por una “transformación” nacional similar a la Independencia, la Reforma o la Revolución?
¿Cómo le vamos a pedir a un “héroe” no se le piden cuentas, ni transparencia ni resultados? Eso se le exige a los políticos comunes y corrientes. Al líder mesiánico, le concedemos el beneficio de la duda. Su palabra vale más que cualquier dato duro o, incluso, que la realidad misma.
En otras palabras, es gracias a su discurso y a su narrativa populista, que el presidente mantiene su nivel de aprobación, incluso sin la necesidad de ofrecer buenos resultados de gobierno.
Eso explica por qué, si se supone que cuenta con el apoyo del “pueblo”, no puede hacer un llamado a la unidad de los mexicanos. Se le caería la popularidad. Esos 6 que simpatizan con su “cruzada” contra las élites, pensarían que ha claudicado y le retirarían su “apoyo” y comenzarían a exigirle resultados. Por eso el presidente no puede, ni podrá en los siguientes tres años, abandonar su discurso de odio polarizante ni gobernar tanto para quienes lo apoyan como para quienes lo cuestionan.
El costo de tener un presidente muy popular, vacunado de tener que dar resultados, será muy alto en términos institucionales. Porque, al final, cuando se vaya, y ya nadie se crea el cuento del “héroe patrio”, sobrevendrá un fuerte golpe de realidad.
Costará años reconstruir el desastre, pero costará mucho más haber perdido la oportunidad de sumar a más sectores a un proyecto sostenible de bienestar y progreso para todos. @DiarioReporter