Por Raúl Hermosillo
Pregunta seria: ¿cuál es el proyecto de país al que aspira el presidente y su 4T? Yo lo que alcanzo a ver es que ni López Obrador ni su feligresía lo tienen del todo claro. Quienes lo apoyan lo hacen más por un acto de fe en el liderazgo y el mito de la transformación que les ha vendido el presidente, que por estar realmente convencidos del “proyecto”, aunque ni siquiera sepan en qué consiste.
Lo único que “saben” los seguidores de la 4T es que el enemigo es el modelo neoliberal y sus élites privilegiadas, impulsado en los 80s por el salinismo. También “saben” que esa es la causa de todos nuestros males porque, supuestamente, concentró la riqueza, generó pobreza y desigualdad, privatizó los bienes de la nación y atentó contra la soberanía. Y en esta narrativa, claro, la privatización es algo malo por definición, ya que genera corrupción, tanto pública como privada. Lo que se privatiza, lo toca el diablo, se corrompe, se vuelve deshonesto. En cambio, lo que se estatiza, es decir, lo que pasa al control del Estado, por supuesto a través del gobierno cuatroteísta, se “recupera” en favor del “pueblo”. Se vuelve un acto de honestidad, de patriotismo, se convierte en un acto de soberanía.
En otras palabras, lo único que la feligresía tiene claro es al “enemigo” y una bonita historia de sus “maldades”. Pero hacia adelante, no tienen idea de cuál es el proyecto, lo único que repiten es que van a transformar las cosas para acabar con la pobreza y la corrupción, y para que haya mayor igualdad y menos abuso de poder. “Proyecto” con el que todos coincidimos, por supuesto. Pero cuando insistes en que te digan cómo le piensan hacer, nadie te sabe explicar cuál es el modelo económico y político que se quiere aplicar.
Hay quienes dicen que lo que quiere el presidente es un modelo parecido al chino, 100% capitalista y neoliberal en lo económico, de corte militar, con partido hegemónico y con férreo control autoritario del Estado en lo político. También están los ingenuos que creen que lo que quiere el Peje es construir una alternativa socialista, solo que por la vía pacífica, inspirada en el Foro de Sao Pablo. Este grupo de soñadores olvidan que, para lograr un verdadero cambio de régimen —es decir, un cambio radical de las instituciones que regulan el poder político y económico, así como su ejercicio y los valores que animan tales instituciones— se requiere un acto de imposición, generalmente por la vía violenta, como ha ocurrido a lo largo de nuestra historia, o bien por la vía del mayor consenso posible. Y, pues, ninguna de estas condiciones está presente —al menos todavía— en la realidad mexicana. El lopezobradorismo apenas está creando las condiciones militares que un cambio de régimen impuesto exigiría. En tanto que lograrlo por la vía pacífica está descartado de antemano ya que el lopezobradorismo es, esencialmente, un movimiento polarizador.
Finalmente, están los que creen que lo que en realidad añora el presidente es regresar al modelo estatista nacionalista de los 70s, en el que creció. Un modelo en el que el Estado es el gran empresario, el gran elector y el gran benefactor social. Lo que implica recapturar las instituciones autónomas del Estado y el establecimiento de las bases institucionales para perpetuarse en el poder, ya sea a través de su persona o bien de una suerte de Maximato. La idea sería aplicar en todo el país el modelo populista de control clientelar priísta, parecido al que instauró en la CDMX, sustentado en la continuidad del “capitalismo de cuates” que ha prevalecido desde el salinato, aderezada con un toque de conservadurismo mesiánico-cristiano. Esa fórmula ya le funcionó para mantenerse en el poder por más de 20 años en la capital del país.
No hay duda de que López Obrador sueña con volver a ese régimen, en el que Estado y Partido son la misma cosa, solo que ahora con Morena y con él al frente, de forma vitalicia, es decir, sin la alternancia de grupos en el poder que permitía el PRI, y que fue la clave de su perpetuidad. Basta checar su discurso de toma de posesión ante el Congreso. Ahí delinea y contrasta ese México y ese modelo económico al que le gustaría regresar. He ahí el origen de su desprecio por todo lo que el Estado no pueda controlar, desprecio a las empresas extranjeras, a la inversión privada, a la iniciativa privada en general, desprecio a los órganos constitucionalmente autónomos, como el INE, la CNDH, el Banco de México, el IFAI, que, por definición, son instituciones creadas para desconcentrar el poder del Estado, para hacerle contrapeso al poder.
Al final de cuentas, lo que en realidad quiere el Peje es un poco de todo lo anterior, aderezado con un discurso demagógico y populista de corte tiránico, aunque sin un rumbo fijo. Más que un proyecto de nación, lo que tiene el Peje es un proyecto de poder. Por eso coquetea un poco con todos: con los bolivarianos, con el PRI, con los evangelistas, con los grandes empresarios salinistas, con el ejército, con el narco. Lo patético es que su feligresía esté dispuesta a apoyar a ciegas una regresión autoritaria sin pies ni cabeza. Para fortuna de todos, tengo la impresión de que será la realidad democrática, diversa y compleja, la que acabará por explotarle en la cara a este proyecto sin futuro.