Por Raúl Hermosillo Carmona
Si no tenía los votos suficientes, y el costo de una derrota legislativa iba tan alto, la pregunta que nos debemos hacer es ¿por qué de todas maneras el presidente se empecinó en promover hasta el último minuto su propuesta de contra-reforma eléctrica?
Mi hipótesis es que, desde un inicio, López Obrador concibió el tema eléctrico como una inmejorable oportunidad para introducir una nueva arma narrativa en su discurso de odio: la acusación de “traición a la patria”. La pregunta obvia es, ¿por qué esta obsesión de estar permanentemente generando conflicto y creando enemigos, para profundizar el encono y la polarización?
Tal vez muchos no lo sepan —o se nieguen a aceptarlo— pero así funciona el populismo moderno, dividiendo y polarizando. Y esto es así porque, en esencia, el populismo es un método político heredado del fascismo, utilizado por líderes carismáticos para perpetuarse en el poder. Algunos lo logran (Chávez, Maduro, Bolsonaro, Evo Morales, Berlusconi, Orban, Erdogan, Modi) y otros no (Trump y López Obrador —espero).
En su libro “Del fascismo al populismo en la historia”, Federico Finchelstein demuestra que, tras la derrota del fascismo, el populismo moderno surgió “como un novedoso intento de encarrilar la experiencia fascista por la vía democrática, creando así una forma democrática de régimen autoritario que pondría el acento en la participación social combinándola con la intolerancia y el rechazo de la pluralidad.”
No olvidemos que el fascismo logró transformar el concepto liberal de voluntad general, expresada por cada individuo en las urnas, en el concepto alternativo de voluntad popular en la que el “pueblo” delega su soberanía y su poder al líder.
Finchelstein sostiene que “la identificación de un pueblo, un líder y una nación que forman una sola unidad” fue la idea central del fascismo. Y que, tanto en el fascismo como en el populismo, “el líder se construye como el representante y la encarnación del pueblo, o como la personificación del pueblo, la nación y la historia de la nación”.
Otro rasgo común entre fascismo y populismo, según Finchelstein, es que parten de una “visión apocalíptica de la política que presenta los éxitos electorales, y las transformaciones que esas victorias electorales transitorias posibilitan, como momentos revolucionarios de la fundación o refundación de la sociedad”. Con el fascismo y con el populismo, el advenimiento del “líder del pueblo mesiánico y carismático” marca el reinicio de todo y el llamado a ser la voz del pueblo.
Se crea así una forma extrema de religión política en la que el líder es la personificación del pueblo, entendido a partir de “una idea homogeneizadora” de que el pueblo es una entidad única “equiparable a sus mayorías electorales”. Fascismo y populismo “creen que personificar es representar, lo que significa, en efecto, que el líder es el que, por delegación plena, realiza la voluntad del pueblo”.
Pero también, surge la idea del antipueblo, es decir, de las élites privilegiadas que representan a los “enemigos del pueblo y traidores a la nación”. En el caso del populismo, al hablar en nombre del pueblo y contra las élites, el líder se presenta a sí mismo como el defensor de la verdadera democracia. De esta forma, el populismo “adopta el principio democrático de la representación electoral y lo fusiona con un tipo de liderazgo autoritario”. Así, concluye Finchelstein, “la identificación del movimiento y los líderes con el pueblo como un todo” logra una “mezcla inestable” entre democracia electoral y autoritarismo.
El resultado, según el autor, es una visión débil del imperio de la ley y la división de poderes, un nacionalismo radical, una aversión al periodismo independiente, antipatía hacia el pluralismo y la tolerancia política, y la reivindicación de la antipolítica.
Pues bien, eso es lo que estamos padeciendo en este momento en nuestro país. Un líder populista cuyo principal objetivo es perpetuarse en el poder. Y, según el manual, lo que faltaba era agregar al discurso de odio la acusación clásica del fascismo y de toda forma de autoritarismo, de tración a la patria.
Así que no olvidemos de dónde viene esta necesidad de señalar a los enemigos del pueblo, cuyo objetivo no es otro que profundizar el encono y la polarización social, culpar a las élites de la falta de resultados y exacerbar la anarquía y la desestabilización social para justificar la necesidad de crear una comunidad nacional “regenerada y purificada”, es decir, un país donde solo prevalezcan los intereses de “el pueblo”, es decir, del líder. Así funcionaba el fascismo y así funciona el populismo. No caigamos en esta trampa discursiva. @DiarioReporter
Muy bien