Por: Jesús Ramos
Brenda y María Isabel, de 4 y 10 años, geográficamente estaban muy cerca una de la otra, no se conocieron, pero les tocó vivir en la misma Puebla violenta que les segó la vida y el destino. A las dos las torturaron, violaron y asesinaron.
“Cuiden a sus hijos, edúquenlos bien”, recomendó la autoridad estatal en modo frívolo, fantoche e insensato.
Sus tragedias nada tuvieron que ver con la educación sino con el infortunio de toparse en un punto de tiempo y espacio con criminales sin escrúpulos ni miedo a la justicia de Dios y del César, y que sus vidas coincidieran con una Casa Aguayo incompetente.
La corta existencia de Brenda la vivió en la comunidad de Ocotitlán perteneciente al municipio de Chichiquila. El 27 de junio fue a comprar golosinas con la moneda que su abuela María puso en su manita. Se tardó. Desapareció por horas. Cuando la encontraron, cerca de la media noche, estaba muerta, con signos de violencia y ultrajada.
Solo monstruos habrían sido capaces de cometer algo semejante. Clasificarlos en la especie humana sería equivocado. No lo son. Familiares y vecinos organizaron brigadas de búsqueda tan pronto notaron su ausencia.
A las 11.30 de la noche la encontraron desnuda, sin vida, en el monte Tecama. Indignados, furiosos, tristes por la suerte de Brenda, habitantes de Ocotitlán se manifestaron en la presidencia municipal de Chichiquila para exigir justicia y castigo a los responsables.
Mauricio “N” y Antonio “N” fueron detenidos por la Fiscalía General del Estado y vinculados a proceso por lo ocurrido a Brenda. El tercer cómplice sigue prófugo. Eran vecinos de la niña, pero también bestias.
Cerca de ahí, en Zoquitlán, María Isabel de 10 años, indígena nahua, alegre y solidaria, dijeron compañeritos suyos de escuela, fue a pasar la noche a casa de Lucila, vecina de la familia, lo hacía casi a diario. Salió de su hogar a las 19 horas. Nunca llegó. Sus padres pensaron que había dormido con Lucila y Lucila creyó que esa vez había preferido quedarse con sus papás y hermanos.
Al correrse la voz de su desaparición, al día siguiente, familiares y vecinos la buscaron por los alrededores. Y la encontraron. Estaba muerta, con huellas de violencia y violada. A la fecha, la Fiscalía y el gobierno del estado han hecho caso omiso a la tragedia, apuestan al olvido.
A diferencia de la activista Cecilia Monzón, los feminicidios de las niñas Brenda y María Isabel no fueron mediáticos. A la autoridad y al gobierno les vino bien la ausencia del escándalo y la presión social. No fueron exigidos como con Cecilia.
Sus muertes serán olvidadas. Sus casos archivados. Después de todo, para el gobierno son sólo dos indígenas, pobres e insignificantes, aunque para Puebla sean hijas suyas y para su religión un par de angelitos a los que el Estado no pudo garantizar el futuro que merece todo niño. @DiarioReporter